miércoles, 15 de julio de 2009

Leonia



La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana la
población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su
envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas
aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia
de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados,
bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también
calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que
cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas
que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la
verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y
diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente
impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de
remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un
rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie
quiere tener que pensar más en ellas. Dónde llevan cada día su carga los basureros
nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se
expande, y los basurales deben retroceder más lejos; la importancia de los
desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un
perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la
fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más
resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza
de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados
como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las
escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose
cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los
desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos
sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado
basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras
ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo
entero, traspasados los confines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada
uno, en el centro, con una metrópolis en erupción ininterrumpida. Los límites entre
las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una
y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta
que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado
de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores
secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar,
mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo
nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópolis siempre
vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos
compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse,
alejar los nuevos basurales.

Las Ciudades Continuas 1, en Las Ciudades Invisibles (1972), de Italo Calvino.


Carretera Vieja de la Guaira (sector Plan de Manzano).

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